Experiencias nazarenas

Todo comienza un día a finales de enero. Con los 15 recién cumplidos, le comuniqué a mi madre que quería ser un "Colorao" mas. Desde siempre, en mi familia paterna han sido unos fieles devotos del ya patrón del Barrio del Carmen, el Santísimo Cristo de la Sangre. Desde bien pequeñito veía pasar a la Virgen de la Fuensanta por la Iglesia del Carmen y con el Cristo al fondo. Asi que ese mismo sábado fuimos a la sede de la Archicofradía para apuntarme en la procesión. Rellené el formulario, me aceptaron en la hermandad del titular que mi padre portaba a hombros y a la semana siguiente ya tenía mi túnica Colorá.
Muy ilusionado, veía como el Miércoles Santo se acercaba cada vez más. Llegaba el momento de comprar los caramelos y encargar las monas, también el de recoger la contraseña de salida.
Y mirando al cielo para ver si habían nubes me desperté el miércoles santo. Por la mañana preparé las bolsitas de caramelos y envolví las monas con huevo recién traídas por mi abuela. Justo cuando mi madre terminó de secar el almidón de las enaguas de mi padre comenzó a chispear. Me temía lo peor.
Me vestí de nazareno viendo por la ventana cómo llovía. El camino de mi casa a la Iglesia del Carmen lo hicimos con paraguas en mano y cuando nos plantamos a un lado de la iglesia, asomó un rayo de sol. Las esperanzas que había perdido empezaron a desterrarse y resucitaron por completo cuando la banda de la Archicofradía arrancaba a tocar cuando las campanas del Carmen daban las siete.
Cuando el Lavatorio salía a la calle, decidí ir hacia el patio a coger ya el cirio. Allí me llenaron el buche de caramelos.
Los mayordomos ordenaron las filas, me puse el capuchón y cuando me dí cuenta ya estaba en lo alto del Puente de los Peligros con mi padre y el Cristo de la Sangre detrás mía.
Bajando el Puente de los Peligros y de regreso, un señor dijo a la fila de penitentes "O aceleráis o os mojáis". Y así fue, comenzó a caer agua como si no hubiese un mañana, hicimos los últimos metros corriendo y levantandonos la túnica para no tropezar, entramos en el patio, arranqué la vela y me la eché al buche para tenerla de recuerdo.
Fui a la puerta de la sacristía dónde estaba mi madre esperándome. Como siempre, me dió dos besos y esperamos a que mi padre saliera de la iglesia.
En ese tiempo reflexioné que habría roto una gran barrera, que tal vez sería el único nazareno murciano diabético.